San Blas, tan célebre en todo el mundo cristiano por el don de los milagros con que le honró Dios, fue del mismo Sebaste, ciudad de Armenia. La pureza de sus costumbres, la dulzura de su natural, su modestia, su prudencia y, sobre todo, su eminente piedad, le granjearon la estimación de todos los buenos.
Empleó en el estudio de la filosofía los primeros años de su vida, y en poco tiempo hizo grandes progresos. Los bellos descubrimientos que adelantó en el estudio de la Naturaleza excitaron su inclinación hacia la medicina; aplicóse á ella, y la poseyó con perfección. Esta profesión le dio motivo para conocer más de cerca las enfermedades y miserias de esta vida, poniéndole en ocasión de hacer más serias reflexiones sobre su caducidad, como también sobre el mérito y sobre la solidez de los bienes eternos.
Penetrado de estos grandes sentimientos, resolvió prevenir los remordimientos que se experimentan á la hora de la muerte, evitándolos con la santidad de una vida verdaderamente cristiana. Pensaba retirarse al desierto, cuando, habiendo muerto el obispo de Sebaste, fue elegido para sucederle, con universal aplauso de toda la ciudad.
La nueva dignidad sólo sirvió para que resaltase con nuevo lustre su virtud, obligándole á entablar una vida más santa. Cuanto más se desvelaba en el cuidado de la salvación de sus ovejas , más se aumentaba el que tenía de la propia. Aplicóse á instruir al pueblo, igualmente con sus ejemplos que con sus palabras; su vida daba una fuerza maravillosa á su celo, hallando todos en el santo pastor, padre, modelo y guía segura. Era tan grande la inclinación que tenía al retiro, y tan ardiente el deseo de perfeccionarse cada día más y más, que se vio como precisado á esconderse en una gruta, colocada en la cima de una montaña, llamada el monte Argeo, que estaba poco distante de la ciudad.
A pocos días que estuvo en ella, manifestó Dios el mérito extraordinario y la eminente santidad de su fiel siervo con todo género de milagros. No sólo concurrían de todas partes los hombres para que los curase de las dolencias del alma y cuerpo, sino que hasta las mismas fieras salían de sus cavernas y venían á manadas á que el Santo Obispo las echase su bendición y las sanase de los males que las afligían. Si sucedía encontrarle en oración cuando llegaban, esperaban mansamente á la puerta de la gruta sin interrumpirle; pero en todo caso no se retiraban hasta haber logrado que el Santo las bendijese.
Hacia el año 315 vino á Sebaste Agrícola, gobernador de Capadocia y de la menor Armenia, por mandado del emperador Lucinio, con orden de exterminar á todos los cristianos. En cumplimiento de su comisión, luego que entró en la ciudad, mandó que fuesen echados á las fieras todos los cristianos que se hallasen en las prisiones. Para ejecutarse esta sentencia fue menester salir á los bosques comarcanos á caza de leones y tigres. Entraron por el monte Argeo los ministros del gobernador, y dando con la cueva donde estaba retirado San Blas, hallaron á la puerta una multitud de fieras, y vieron al Santo, no sin grande asombro suyo, que estaba haciendo oración en medio de ellas con la mayor tranquilidad. Admirados de suceso tan extraordinario, dieron cuenta al gobernador de lo que acababan de ver, y, no menos, admirado el mismo gobernador, dio orden á los soldados para que llevasen á su presencia al Santo Obispo. Apenas le intimaron esta orden, cuando, bañado nuestro Santo de una dulcísima alegría: Vamos, hijos míos, dijo, vamos á derramar nuestra sangre por mi Señor Jesucristo; muchos días ha que suspiro por el martirio, y esta noche me ha dado el Señor á entender que se dignaba aceptar mi sacrificio.
Luego que corrió la voz de que era conducido nuestro Santo á la ciudad de Sebaste, se inundaron de gente los caminos, concurriendo hasta los mismos gentiles á recibir su bendición, y á que los aliviase de sus males. Una pobre mujer, afligida y desconsolada, rompió como pudo por medio de la muchedumbre, y llena de confianza se arrojó á los pies del Santo, presentándole á un hijo suyo que estaba agonizando, por una espina que se le había atravesado en la garganta, y sin remedio humano le ahogaba. Compadecido el piadosísimo Obispo del triste estado del hijo y del dolor de la madre, levantó los ojos y las manos al Cielo, haciendo esta fervorosa oración: Dignaos, Señor mío, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, dignaos oír la humilde petición de vuestro siervo, y restituid á este niño la salud, para que conozca todo el mundo que sólo Vos sois el Señor de la muerte y la vida. Pues Vos sois el Dueño y Soberano de todos, misericordiosamente bondadoso para con todos cuantos invocan vuestro Santo Nombre, humildemente os suplico que todos los que en adelante recurrieren á mí para conseguir de Vos, por la intercesión de vuestro siervo, la curación de semejantes dolencias, experimenten el efecto de su confianza, y sean benignamente oídos y favorablemente despachados. Apenas acabó el Santo su oración, cuando el muchacho arrojó la espina y quedó del todo sano. Este es el origen de la particular devoción que se tiene á San Blas en todos los males de garganta; y los prodigios que cada día se experimentan, acreditan la eficacia de su poderosa protección. Luego que llegó á la ciudad fue presentado al gobernador, quien le mandó que allí mismo, sin réplica y sin dilación, sacrificase á los dioses inmortales. ¡Oh Dios!, exclamó el Santo, ¿para qué das ese nombre á los demonios, que sólo tienen poder para hacernos mal? No hay más que un solo Dios inmortal, todopoderoso y eterno, y ese es el Dios que yo adoro.
Irritado Agrícola con esta respuesta, al instante le hizo apalear con tanta crueldad y por tan largo tiempo, que no se creyó pudiese sobrevivir á este suplicio; pero presto se conoció, por la extraordinaria alegría de su venerable semblante, que alguna fuerza superior y sobrenatural le sostenía. Lleváronle á la cárcel, y en ella obró tantos milagros, que, entrando el gobernador en una especie de furia, mandó le despedazasen las carnes con uñas aceradas, añadiendo heridas á heridas. Corrían arroyos de sangre por todas partes, y siete devotas mujeres procuraban recogerla cuidadosamente: encontraron luego con el premio de su devoción; porque, llevadas ante el gobernador en compañía de dos pequeños infantes, las mandó éste que al momento sacrificasen á los dioses, pena de la vida. Pidieron ellas que se las entregasen los ídolos; y cuando todos creían que iban á sacrificarlos, quedaron atónitos viendo que con valeroso denuedo los arrojaron en una laguna; animosa determinación, que las mereció la corona del martirio, porque allí mismo fueron descabezadas, juntamente con los dos dichosos niños.
Siguiólas presto San Blas; pues, avergonzado el gobernador de verse siempre vencido, mandó que le ahogasen en la misma laguna donde habían sido arrojados los ídolos. Armóse el santo mártir con la señal de la cruz, y comenzó á caminar sobre las aguas sin hundirse, como pudiera en tierra firme. Llegó á la mitad de la laguna, y, sentándose serenamente en ella, convidó á los infieles que hiciesen otro tanto, si creían que sus dioses tuviesen algún poder. Hubo algunos tan simples ó tan osados que quisieron hacer la prueba; pero muy á costa suya, porque todos se ahogaron. Al mismo tiempo oyó San Blas, una voz que le convidaba á salir de la laguna para recibir la corona del martirio. Hízolo al instante; y apenas salió á tierra, cuando el gobernador, centelleando en cólera, le mandó cortar la cabeza, el año del Señor de 316.
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