Cuando los guerreros celtas regresaban de una guerra victoriosa, llevaban consigo una tétrica colección de cabezas de enemigos adornando los carros, ensartadas en las lanzas o colgando de la montura de sus caballos. Después, los cráneos pasaban a formar parte de la decoración de la casa o del poblado. Este ritual de guerra, recogido por numerosos autores clásicos, estuvo muy extendido por toda la Céltica. Pero no era una simple “cosecha de cabezas”; al ser considerada esta parte del cuerpo como la residencia del espíritu, eran cortadas antes de que abandonase el cuerpo. Según sus creencias, eso suponía poseer el espíritu del enemigo vencido, al que por un lado se le impedía proseguir su camino al más allá y por otro se le obligaba a proteger, al modo de un talismán, a su dueño, al que también traspasaba su coraje y valor.

Las casas, las puertas del poblado, los recintos sagrados estaban adornados con cráneos, normalmente bien limpios y pulidos, pero en algunas familias celtas especialmente ricas tenían en sus hogares cabezas momificadas con un carísimo aceite de cedro. Estas eran cabezas especiales, que pertenecieron a grandes guerreros o a reyes a los que le llegó su hora. Contra más fama de valeroso hubiese tenido aquella persona, más valioso era después su cráneo y más el poder el que se le atribuía como amuleto. Su valor era incalculable y formaban parte del patrimonio familiar. Pero no siempre eran enemigos caídos en combate. En ocasiones se trataba de cabezas de antepasados (y las almas que supuestamente aun las habitaban), que por sus especiales méritos o por propia petición quedaban encargados de velar por los suyos a través de ese vínculo con el plano espiritual.

Varios autores latinos citan en sus escritos casos de alguien que rehusó vender una de estas cabezas por su peso en oro. No siempre era así, y los “buenos coleccionistas” llegaban a pagar enormes cantidades por las cabezas de guerreros de gran prestigio. De algún modo podría considerarse esta práctica como un reconocimiento a la importancia del guerrero, un homenaje que no merecía otro tipo de personas. En algunos lugares de la Céltica, los jóvenes tenían como prueba iniciática final el salir de “cosecha”, regresando con la consabida cabeza, con la ingresaba con pleno derecho en el estrato social de la casta guerrera dominante.

Las cabezas cortadas pasaron al arte como esculturas que adornaban dinteles, muros, joyas, monedas. Algunos autores creen que se trataría no ya de enemigos vencidos en combate, sino de víctimas sacrificadas dentro de algún ritual propiciatorio (quien sabe si de miembros escogidos por sus cualidades entre la propia comunidad), que servirían como intermediarios para contactar con algún dios no muy dispuesto a beneficiar a los humanos, en épocas de especial necesidad. El carácter espiritual que los celtas daban a las cabezas no pasó desapercibido a los monjes cristianos, que no dudaron en incluirlas en la decoración de los nuevos templos, facilitando así la conversión a la nueva fe con los elementos familiares. Así llegaron a convertirse en un elemento recurrente del arte medieval, hasta que poco a poco llegó a perderse el recuerdo de su uso originario.

Cabeza cortada celta en la fuente del Porquerizo, Cilleros

Detalle de la cabeza cortada en la fuente del Porquerizo, Cilleros


Fuente: Manuel Velasco - Cabezas cortadas