La prostitución fue considerada, en cierta medida, por la sociedad de los tiempos modernos como una protectora de la institución matrimonial. La prostituta, en este sentido, ejercía una función social encaminada a mantener el orden de la sociedad en cuanto que satisfacía las necesidades carnales de los numerosos célibes que vivieron en dicho período histórico. Ellas actuaban como salvaguardia de la integridad moral de las restantes mujeres; su oficio hacía menos frecuentes la violación y el rapto, y por ello, aunque no aceptadas plenamente, se las toleraba como un mal necesario que permitía a los ciudadanos una convivencia más pacífica.

Las mujeres públicas eran agrupadas en un barrio concreto de la ciudad, llamado mancebería o burdel, cuyo funcionamiento era controlado por las autoridades civiles. En él las prostitutas debían vivir obligatoriamente, y no podían salir del recinto marcado por los miembros del concejo de cada ciudad para ejercer su trabajo. Asimismo, estas mujeres debían vestir de un modo concreto, poseer licencia de la justicia, someterse a la revisión periódica del médico nombrado para este fin y abstenerse del comercio carnal los días de fiestas antes de misa mayor y durante la Cuaresma y Navidad, períodos en los que eran recogidas en instituciones religiosas donde se intentaba por todos los medios encaminarlas por el sendero de la vida honesta.

Las noticias que tenemos sobre el ejercicio de la prostitución en el ámbito geográfico estudiado son escasas, aunque ilustrativas de cómo las profesionales del amor también existían en la Extremadura del siglo XVII. La mayoría de los pueblos debían contar con sus prostitutas, y en casos de carecer de ellas se recurría a las mujeres públicas que habitaban en un lugar cercano. Los jóvenes de Deleitosa visitaban a las prostitutas de las chozas de Guadalupe, quienes debían prestar sus servicios a todos los comarcanos del lugar. Coria por el contrario, disponía de sus propias profesionales, que posiblemente reclutaban a sus clientes en las tabernas situadas en la denominada Calle de los Mesones. Cilleros tenía al menos que sepamos una alcahueta llamada Francisca Marín, quien se dedicaba a comerciar con el cuerpo de su hija María Gómez. Ella buscaba a los clientes y, previo pago del precio convenido, los conducía a su casa donde estaba esperando su hija. Un testigo, al declarar en el proceso incoado contra esta mujer cacereña, nos relata los pasos que los cilleranos debían de dar para disfrutar de los amores de María Gómez.



Fuente: Junta de Extremadura - Materiales para la Historia de la Mujer en Extremadura