Detrás de la Sierra de Valdecaballos, la dehesa de Benavente, de cerca de 1.100 fanegas de cabida, limita con el vecino reino portugués, del que la separa la ribera del Eljas. En una de las porciones de dicho predio, alzaron los hijos del Islam el Castillo de Benavente, de cuya traza y vicisitudes apenas tenemos noticias; y no resta ya más de dicho edificio que una parte baja, un tercio aproximadamente de lo que debió ser su torre principal, con un perímetro de veintitrés metros de planta central. Contaba con recios muros de más de dos metros de grosor, torres poligonales de tres metros de radio en cada una de sus esquinas, y en la entrada principal un muro protector, casi en su totalidad construido con pizarra unida con cal y barro.
Fue Fernando II de León quién lo arrebató a los musulmanes, pero recuperado por éstos, permaneció en su poder hasta que Alfonso IX, hijo del anterior, lo reconquistó definitivamente en 1212 cuando, partiendo desde Coria, avanzó por aquellas tierras en pos de la liberación de la villa de Alcántara. Dicho Rey hizo merced de Benavente a los caballeros templarios por su eficaz colaboración en aquella correría.
El cronista de la Orden de Alcántara, Torres y Tapia, ha dejado constancia de las rivalidades existentes, a mediados del siglo XIII, entre freires alcantarinos y templarios. Llegaron a enconarse de tal manera, en ocasiones, las relaciones entre los miembros militantes de ambos institutos que, en 1237, un grupo de gente de armas de la Orden de Alcántara, atacó fuertemente la aldea y fortaleza de Benavente, matando a cinco vecinos e hiriendo a más de quince, saqueándolo todo y originando tales daños que el Rey Alfonso X se vio precisado a formar un tribunal especial en la ciudad de Coria ante el que hubieron de comparecer los jerifaltes de ambas Ordenes Militares para responder de sus actos, y ser sancionados en proporción a los daños que habían causado mutuamente.
De las referencias que nos proporciona el referido cronista se desprende que, en torno al castillo o junto a él, existía una aldea o lugar, desaparecido totalmente, hasta el extremo de que no puede precisarse ya su emplazamiento. Al igual que sucedió con otros castillos de la zona, fue ordenado derribar por el Emperador Carlos V por ser refugio de comuneros.
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