La costumbre de efectuar enterramientos de personajes ilustres, o no tan ilustres, en el interior de los templos estuvo muy arraigada en la tradición cristiana. Fue también una forma muy socorrida de financiación para las parroquias y un mecanismo de perfeccionamiento de su fábrica, a través de la erección de capillas y panteones integrados en su planta. En el siglo XVII la mayoría de las iglesias eran ya cementerios comunes, con todo su pavimento cubierto de sepulturas, donde el incienso y el encalado trataban, a duras penas, salvar una cierta apariencia de higiene.

Las principales familias pugnaron durante siglos por establecer sus panteones en los espacios preferentes de iglesias y monasterios. En los solados de estos templos se reproducía, a pequeña escala, todo el complejo entramado social. Los linajes más encumbrados disponían de capillas y monumentos funerarios propios, otras familias pudieron permitirse el lujo de escoger para su última morada las inmediaciones de altares, presbiterios y claustros, espacios teóricamente más próximos a los beneficios espirituales de los finados. La competencia por el territorio fue tal que en ocasiones se originaron pleitos para dilucidar la propiedad de las sepulturas. Pero el espacio disponible era a la postre finito, y cuando la saturación de tumbas impedía acoger nuevos restos se recurría a la monda, esto es el levantamiento y posterior traslado masivo de cadáveres a los osarios, tras lo cual comenzaba de nuevo todo el proceso. De este modo, las losas de los pavimentos estaban continuamente removiéndose, deteriorando aún más el ya de por sí enrarecido ambiente de las iglesias.

Ya en el siglo XIII, en las Partidas de Alfonso X El Sabio, se prescribía la necesidad de hacer cementerios extramuros de las villas: "por que el fedor de ellos (de los muertos) no corrompiese el aire nin matase a los vivos". El 3 de abril de 1787, mediante Real Cédula de Carlos III, se ordena que los cementerios se ubiquen fuera de las poblaciones; aunque no será hasta 1804, cuando el ministro Godoy, y por medio de una circular, dictamina la prohibición de enterrar en las iglesias y sitúa definitivamente los cementerios fuera de las ciudades. Las Cortes de 1812 urgieron su cumplimiento bajo el argumento de la higiene y de la estética litúrgica.

Las laudas son lápidas o piedras que se ponían en las sepulturas, por lo común con la inscripción o el escudo de armas de la familia propietaria del enterramiento. La pieza, de forma rectangular, fue tallada en granito local y su estado de conservación es bastante aceptable. Se trata de la lauda del sepulcro de Francisco De Abreo, fallecido en el año 1600, según consta en la inscripción tallada en bajo relieve a lo largo de la orla que bordea la lápida. Se puede leer el nombre del destinatario y la fecha del fallecimiento: "AQUÍ YAZE EL D. FRANCISCO DE ABREO QUE MURIÓ A 14 DE OCTUBRE DE 1600 AÑOS".

Lauda Sepulcral de D. Francisco De Abreo - Cementerio Municipal, Plaza del Llano s/n, Cilleros


Fuentes: Rafael González Rodríguez - Más Vale Volando