En lo alto de cerros silenciosos, al borde de antiguas sendas o junto a construcciones hoy en ruinas, las sepulturas rupestres excavadas en roca emergen como cicatrices visibles de un pasado remoto. Aunque su apariencia pueda parecer austera, estas tumbas talladas entre los siglos VI y XI en numerosos puntos del territorio cillerano, han comenzado a revelar algo más que ritos funerarios: cuentan también una historia de control, organización y apropiación del territorio en la Alta Edad Media.

Sepultura excavada en pizarra de Valle Luengo, Cilleros

Tras el colapso del mundo romano y en pleno proceso de reorganización social, los espacios rurales de la península vivieron una etapa de redefinición. Aldeas dispersas, pequeñas comunidades campesinas, enclaves eremíticos y núcleos fortificados empezaron a tejer nuevos equilibrios de poder. En ese contexto, la proliferación de tumbas excavadas directamente en la roca no fue un hecho aislado. Para muchos investigadores, su distribución no responde sólo a motivos rituales o de disponibilidad del material —la roca—, sino también a una manera de señalar la presencia y permanencia de una comunidad en un territorio determinado. "Una tumba es, ante todo, un lugar fijo. Y cuando se excava en piedra, ese lugar queda marcado para siglos", explican arqueólogos que estudian estos enclaves. "En un paisaje en plena transformación, esas marcas pétreas funcionan como puntos de anclaje territorial".

A menudo, las sepulturas rupestres aparecen aisladas o en pequeños grupos, orientadas al este siguiendo la tradición cristiana. Pero su verdadera singularidad radica en dónde están, más que en su forma antropomorfa o ovalada. Surgen en lomas que dominan pasos naturales, cerca de antiguos caminos, en las inmediaciones de iglesias primitivas o junto a asentamientos hoy abandonados. Su presencia repetida en lugares estratégicos ha llevado a los especialistas a interpretarlas como señales de control del espacio, visibles para quienes transitaban por el territorio. Un viajero altomedieval que cruzara un valle y se encontrara con una necrópolis en roca recibiría un mensaje claro: allí vivía una comunidad estable, con sus muertos, su culto y su territorio reconocido.

Sepultura excavada en pizarra de Valle Luengo, Cilleros

A partir del siglo XI, coincidiendo con la consolidación de parroquias, señoríos y una administración más estructurada, estas tumbas excavadas en la roca dejaron de utilizarse. Las nuevas entidades de poder impusieron cementerios organizados y controlados por instituciones eclesiásticas más sólidas, relegando las antiguas necrópolis rupestres al olvido. Sin embargo, su silencio actual no borra su mensaje original: fueron, en su tiempo, herramientas de estructuración territorial en un mundo rural que buscaba fijar identidades y proteger sus espacios de vida.

Hoy, estos conjuntos rupestres se encuentran a menudo desprotegidos, camuflados en paisajes que han cambiado por completo. Pero quienes los estudian los consideran una de las llaves para comprender cómo se organizaban las comunidades altomedievales. No sólo por cómo enterraban a sus muertos, sino por cómo utilizaban la muerte para dibujar, afirmar y defender su territorio.

En cada tumba excavada en la roca permanece una huella inequívoca: la de unas sociedades que, en un mundo incierto, encontraron en la piedra la forma más sólida de permanecer.