Junto a la cañada de San Blas, en dirección a la vecina localidad de Perales del Puerto, se conserva una lápida de piedra de carácter funerario, cuya función principal habría sido señalar el lugar exacto donde falleció una persona. Este tipo de elementos, hoy poco frecuentes y a menudo olvidados, formaron parte de las prácticas funerarias y de la religiosidad popular en el ámbito rural durante la Edad Moderna y parte de la Edad Contemporánea.
Hasta bien entrado el siglo XIX, los caminos eran espacios de tránsito cotidiano, pero también lugares de riesgo. Accidentes, enfermedades repentinas, caídas de animales, asaltos o simples desfallecimientos podían provocar la muerte lejos del hogar y de los lugares consagrados.
Cuando el fallecimiento se producía fuera del núcleo habitado, era relativamente habitual señalar el lugar del óbito mediante una piedra, una cruz o una lápida sencilla. Estos marcadores cumplían varias funciones:
- Servían como memoria del difunto
- Permitían a los caminantes rezar por su alma
- Convertían el lugar en un espacio simbólicamente sacralizado
En muchos casos, el enterramiento no se realizaba allí, sino en el cementerio o, en épocas anteriores, en el camposanto parroquial, quedando la lápida como único testimonio físico del suceso.
La lápida en cuestión responde a un modelo sobrio y funcional, propio del mundo rural. Su ejecución en piedra local, sin una ornamentación elaborada, sugiere un encargo modesto, probablemente realizado por la familia o la comunidad. En el tercio superior se identifica una cruz latina, bajo la cruz, una inscripción en seis líneas algo deteriorada, que aún permite leer: "Aquí murió Manuel ... a los 64 años".
El deterioro de las inscripciones no es excepcional. La exposición prolongada a la intemperie ha provocado la desaparición de muchos nombres, fechas o símbolos, dificultando la identificación del fallecido. A falta de documentación escrita o epigráfica legible, la cronología debe establecerse por paralelos históricos. En Extremadura y otras regiones del occidente peninsular, este tipo de lápidas se documenta con mayor frecuencia entre los siglos XVII y XIX. Durante este periodo, la mentalidad religiosa otorgaba una especial importancia al lugar del fallecimiento, sobre todo si la muerte había sido súbita o sin asistencia sacramental. Señalar el punto exacto del óbito era una forma de reparación espiritual, integrando el hecho trágico en el paisaje cotidiano.
Además de su valor funerario, estas lápidas desempeñaban una función pedagógica y moral. Recordaban la fragilidad de la vida, invitaban a la oración y marcaban el camino como un espacio donde la muerte también estaba presente. La pervivencia de la lápida indica que, durante un tiempo, el lugar mantuvo su significado dentro de la memoria colectiva del pueblo, aunque hoy resulte difícil identificar al difunto o las circunstancias exactas de su fallecimiento.




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